El hombre que robaba el Coliseo
Una vez había un hombre al que se le metió en la cabeza la idea de robar el Coliseo de Roma; lo quería todo para él; no le gustaba tener que compartirlo con los demás. Tomó una bolsa, se fue al Coliseo, esperó a que el guarda estuviese mirando a otra parte, llenó afanosamente la bolsa de piedras viejas y se las llevó a casa. Al día siguiente hizo lo mismo, y todas las mañanas, excepto los domingos, hacía un par de viajes por lo menos, o incluso tres, estando siempre muy atento para que el guardia no le descubriera. El domingo descansaba y contaba las piedras robadas, que iba amontonando en el desván.
Una vez lleno el desván comenzó a llenar la buhardilla, y una vez llena ésta escondió las piedras debajo del sofá, dentro de los armarios y en el cesto de la ropa sucia. Cada vez que volvía al Coliseo lo contemplaba atentamente desde todos los lados y pensaba: “Parece el mismo de siempre, pero existe una pequeña diferencia. Por aquella parte es ya un poco más pequeño”. Y secándose el sudor, rascaba un pedazo de ladrillo de una escalinata, arracaba una piedrecita de un arco y llenaba la bolsa. A su lado pasaban los turistas, extasiados, con la boca abierta, asombrados, y él sonreía complacido mientras pensaba a escondidas: “¡Ah, qué sorpresa os vais a llevar el día que no veáis el Coliseo”.
Cuando iba al estanco y veía las postales de colores con la fotografía del grandioso anfiteatro, le entraba una gran alegría y tenía que disimular su sonrisa sonándose la nariz: “¡Ji, ji! Dentro de poco, si queréis seguir viendo el Coliseo vais a tener que conformaros con las postales”. Pasaron los meses y los años. Las piedras robadas se acumulaban debajo de su cama; ocupaban la cocina, en la que sólo quedaba un estrecho pasillo en el fogón y el fregadero, llenaban la bañera, y había transformado el corredor en una trinchera. Pero el Coliseo seguía en su sitio y no le faltaba ni un arco: estaba tan entero como podía estarlo después de que un mosquito se hubiese empeñado en demolerlo con sus patitas. El pobre ladrón, al envejecerse, fue presa de la desesperación. Pensaba: “¿Me habré equivocado en los cálculos? ¿Quizás hubiese sido mejor robar la cúpula de San Pedro. Vamos, ánimo: cuando se toma una decisión hay que saber seguir hasta el final”.
Cada viaje le causaba cada vez más fatiga y dolor. La bolsa le rompía los brazos y le hacía sangrar las manos. Cuando vio que se acercaba la muerte se trasladó una vez más al Coliseo y subió trabajosamente de escalinata en escalinata hasta la terraza superior. El sol, al ponerse, teñía de oro, de púrpura y de violeta, las antiguas ruinas, pero el pobre viejo no podía ver nada porque las lágrimas y el cansancio le nublaban la vista. Hubiera deseado quedarse solo, pero los turistas se aglomeraban en la terracita, expresando en diversas lenguas su asombro. Y he aquí que, entre tantas voces, el anciano ladrón distinguió la vocecilla argentina de un niño que gritaba:
¡Mío! ¡Mío!
¡Cómo desentonaba! ¡Qué fea era aquella palabra dicha allá, ante tanta belleza! Ahora si lo entendía el viejecito, y hubiera querido decírselo al niño; hubiese querido enseñarle a decir “nuestro” en lugar de “mío”, pero las fuerzas le fallaban.
Gianni Rodari
Imágenes Drom: Diego Garrido.
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