Caminando a la orilla del lago de Pátzcuaro, el paisaje es una mezcla vibrante de naturaleza y actividad humana. A lo lejos, la isla de Janitzio se eleva sobre el agua, su distintivo perfil coronado por la estatua de José María Morelos, un punto focal inconfundible. La ciudad de Pátzcuaro se extiende a la distancia, con sus tejados rojizos y calles empedradas, reflejando una mezcla de historia colonial y vida moderna.
El Estribo Grande, un imponente cerro cubierto de vegetación, se erige como guardián del lago, su silueta recortada contra el cielo. Un muelle se adentra en el agua, donde pequeñas embarcaciones se balancean suavemente, listas para llevar a los visitantes a explorar el lago y sus islas.
En las orillas de Ihuatzio, varios manantiales brotan con agua cristalina, alimentando el lago y creando pequeños arroyos que serpentean entre la flora exuberante. Las maquinarias trabajan incesantemente, quizás en algún proyecto de construcción o mantenimiento, su ruido contrastando con los sonidos naturales del entorno.
El calor es intenso, el sol brilla implacable, haciendo que el aire tiemble ligeramente sobre el agua. La flora es densa y diversa, con árboles frondosos que ofrecen sombra y plantas acuáticas que se mecen con el suave vaivén del lago. Los pájaros vuelan y cantan, llenando el aire con su diversidad de trinos, mientras que la fauna terrestre y acuática, desde pequeños reptiles hasta peces, se muestra activa y vivaz.
A pesar de llevar lentes, sombrero y agua, el sol abrasador me pasó factura. La caminata me dejó deshidratado, y ahora padezco las consecuencias con un dolor de cuerpo y algo de temperatura. Pero aquí seguimos, disfrutando de la belleza y la serenidad de este lugar, donde lo antiguo y lo moderno se encuentran en armonía.
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