Cada vez más ciudadanos son conscientes de que los Estados están en quiebra, completamente endeudados. No en vano, gastan cada año mucho más de lo que ingresan. Y no solo eso. Cada vez más administraciones públicas se ven salpicadas por escándalos de corrupción, malversación y despilfarro de los recursos económicos que gestionan. Por no hablar de las pensiones, cuya insostenibilidad resulta evidente. Papá Estado no va a cumplir su promesa. La cruda verdad que ningún político se atreve a decir es que - después de haber estado pagando religiosamente los impuestos durante toda nuestra vida - lo más probable es que no vayamos a cobrar la pensión de jubilación.
Sin embargo, los Ministerios de Hacienda van a hacer lo posible por seguir esquilmando a la población y a las empresas por medio del pago de impuestos. De hecho, en el nombre del estado del bienestar se inventarán cualquier excusa para justificar el aumento de la presión fiscal. Sin embargo, ni siquiera esto será posible, pues no habrá suficiente solvencia con el que pagar dichos impuestos, lo cual provocará que mengüen y se recorten todavía más las prestaciones y ayudas públicas. Así, España y Latinoamérica acabarán imitando a las economías anglosajonas, donde incluso la educación y la sanidad están privatizadas.
La paradoja del convulso mundo en el que vivimos es que van a entrar en jaque dos filosofías políticas totalmente opuestas. De forma muy simplificada, la postura dominante hasta ahora ha sido y sigue siendo el «totalitarismo» inherente al establishment. De hecho, no importa la ideología de sus diferentes partidos, pues a pesar de su fachada aparentemente democrática, todo Estado totalitario se reconoce por ser absolutamente soberano frente al individuo. Es decir, por gozar de poder y autoridad legal para imponerse sobre los ciudadanos que supuestamente representa, privándoles en muchos casos de impulsar proyectos vitales que cuestionen y alteren el statu quo.
El principal objetivo del totalitarismo es preservar el poder de las oligarquías que mueven los hilos desde la sombra, manteniendo así el orden social establecido. Su gran aliado es la ignorancia, la inconsciencia y el desempoderamiento generalizado de los ciudadanos. Y su principal estrategia, mantener a estos dormidos y anestesiados, bombardeándoles con mensajes que les llenen de miedo. Y que les recuerden que necesitan de Papá Estado, que dependen de Mamá Corporación y que precisan del Tío Gilito de la Banca para poder sobrevivir económicamente.
Lo cierto es que la agitación, la inestabilidad, el conflicto, el caos y la incertidumbre van a ir en aumento en los próximos años. Y tal y como George Orwell describió en su novela distópica «1984», van a seguir apareciendo grandes líderes totalitarios, cada vez más populistas y radicales. Y serán fácilmente reconocibles, pues prometerán la salvación a cambio de control, aniquilando nuestras libertadas individuales para garantizar la «seguridad nacional». Y dado que la mayoría de ciudadanos padecen de un profundo miedo a la libertad y siguen hipnotizados por el Matrix, lo más probable es que les voten, esperando desesperadamente que se hagan cargo de ellos.
Irónicamente, todo esto sucederá al mismo tiempo que el tamaño del Estado irá reduciéndose hasta su versión mínima y necesaria. Y no por una cuestión ideológica, sino porque no habrá suficiente dinero para sostenerlo. Es aquí donde puede tener sus opciones una postura opuesta: el «liberalismo». Se trata de un concepto muy malentendido y que en el imaginario colectivo carece de un significado preciso y riguroso. Para empezar, se rige desde un nuevo paradigma político, trascendiendo cualquier noción obsoleta de derechas e izquierdas propia de la lucha de clases de la Era Industrial.
En esencia, se trata de «una filosofía política cuya finalidad es proteger y promover la libertad de cada ser humano para decidir como desea vivir su vida». Se limita a plantearse bajo qué condiciones normativas pueden los distintos individuos convivir de forma pacífica, de manera que se respete y se proteja la pluralidad, la heterogeneidad, la diversidad y la diferencia. En un Estado liberal nada ni nadie pueden imponerse sobre ningún ciudadano. Su lema es «vive y deja vivir». Tanto es así, que la única restricción que promueve es la de respetar las visiones ajenas discordantes, fomentando así el respeto estructural hacia cada individuo, sea cuál sea su ideología.
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