El 31 de diciembre de 1871 Jacinto Pérez juntó a 50 gauchos y acusó a gringos, vascos y masones de encarnar el mal proponiendo como solución su exterminio.
En esa ocasión, afirmó actuar en nombre de Solané, aunque nunca hubo pruebas concretas de ello.
Esa misma madrugada, ante la mirada atónita de los policías que no alcanzaron a reaccionar, los fanáticos entraron a la comisaría, allí robaron armas y liberaron al indio Jacinto. Cuando cruzaron la plaza, mataron a Santiago Imberti, un organillero italiano que había salido a celebrar el comienzo del año.
Punto y aparte, se estima que los organitos habrían sido traídos al país en 1860 por los piamonteses y saboyardos. Pero muy pronto fue el instrumento preferido por los napolitanos, algunos de los cuales los portaban profusamente ilustrados con escenas de la vida italiana, al estilo de los famosos carritos sicilianos.
José Hernández, en 1872, se refiere a ellos en el “Martín Fierro” donde cuenta que los organilleros napolitanos estaban en todos lados, especialmente en las pulperías animando su música con las piruetas de algún mono. Y muchos no se salvaban de ir como milicos a la frontera, según recuerda en este conocido verso: “Allí un gringo con un órgano / y una mona que bailaba / haciéndonos reír estaba / cuando le tocó el arreo./ ¡Tan grande el gringo y tan feo / lo viera como lloraba!”.
Cabe mencionar que éstos hombres hicieron un gran aporte a la cultura, tanto rural como citadina, ya que llevaban música y diversión a aquéllos que no tenían otros medios para disfrutarlas.
Pero todavía hay más en esta trágica historia que continúa en la próxima publicación...
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