MOZART
Ofertorio Misericordias Domini kv 222
Chorus Viennensis, Josef Bohem, órgano
Orquesta de la catedral de Vienna, director Ferdinand Grossmann
Hermann Abert ha sido casi el único en captar la grandeza de esta obra, porque, sin preocuparse por consideraciones oblicuas, ha tratado de comprender directamente la significación interior. Su acercamiento es de orden religioso: “La composición de Mozart es un ejemplo genial del arte de unir psicológicamente pensamientos que se oponen. Pone por delante las palabras Misericordias Domini en una frase homófona lapidaria, con armonías graves, sombrías, renovadas sin cesar, como si se hallase cautivado por la imagen del crucificado. Pero a esto se opone el Cantabo en un contrapunto libre de melismas fluctuantes. Pero, dominando esa expresión móvil de la gratitud, gracias a unas armonías angustiadas, a unas disonancias acerbas y al comportamiento cromático de las voces, de una idea: que la salvación de la humanidad se compró a un precio, la muerte de Cristo en la cruz. En conclusión, incluso si, mediante el despliegue fastuoso del contrapunto (despliegue plenamente consciente, pero en ningún momento apremiante), esta obra presenta el carácter de un trabajo probatorio, es, a pesar de eso, un ejemplo típico de la forma en que Mozart trata un texto de una manera completamente personal y profunda”.
Esa manera es, incluso, tan “personal y profunda” que nos preguntamos si la música se conforma con el sentido de las palabras. En seguida nos quedamos sorprendidos por el contraste entre el Misericordias Domini, siempre homófono y piano, casi un cuchicheo, y el Cantabo fugado y forte. Y si el primero puede evocar los sufrimientos misericordiosos de Cristo, la polifonía contrapuntística sobre las palabras Yo cantaré eternamente debería señalar, si no el júbilo, al menos el impulso generoso de gratitud. Ahora bien, esas palabras están marcadas por una trepidación vehemente que tiene algo de tenso y angustiado. De ello resulta que, cuando sin cesar vuelve el Misericordias Domini, la tristeza llena de lasitud casi parece aportar un respiro. Esta impresión se refuerza cuando esas palabras son salmodiadas recto tono, mientras en los violines se eleva una melodía serena (la del futuro Himno a la Alegría de Beethoven...). Pero más adelante, cuando esa salmodia vuelva con insistencia, la línea será presentada en los violines en un tono menor, de suerte que el Misericordias Domini (sobre todo con esa elevación cromática al final de cada versículo salmodiado) llega a tener la misma resonancia trágica que el Cantabo.
Por tanto, este motete es una obra extraña, tanto más sorprendente cuanto que emerge de forma abrupta de entre todas las composiciones de este período, es decir, las de 1774 y 1775 que, en su conjunto, no fueron concebidas más que para el agrado. Ahora bien, la composición de esta obra tocó un punto extremadamente sensible en el fondo del alma de Mozart, y eso provocó una reacción de rara violencia. Porque, bruscamente, Mozart enlazaba con una forma de arte que ya había experimentado con anterioridad en Italia: la potencia expresiva en el orden de la gravedad, cuya profundidad sentía mejor el compositor porque contrastaba con las formas galantes a las que había tenido que consagrarse desde entonces. Eso despertó en él esa angustia latente, siempre presente, que no podía calmar ni abarcar ningún recurso al divertimento. El Misericordias (¡en re menor, no lo olvidemos!) es una llamada, una trágica y dolorosa llamada de la humanidad sufriente, como seis años más tarde, también en Munich, lo será el Kyrie en re menor K.341-, y como volverá a serlo el Kyrie del Requiem . Este motete evoca en nosotros de forma irresistible una obra maestra escultórica que Mozart a buen seguro conoció: el Ecce Homo de Guggenbichler que se encuentra en la Iglesia de Sank-Wolfgang.
Jean-Victor Hocquard. Mozart. Una biografía musical (1791-1991). Tomo I. páginas 219-221. Espasa Calpe. Madrid, 1991
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